La inseguridad que invade a la bendita Ciudad de Buenos Aires, provocó que el barrio de Versalles –“mi” lugar por nacimiento y por elección-, se fuera llenando de rejas, cerrando jardines, ventanas, balcones. Todo hueco -sospechoso de permitir el acceso a indeseables- está enrejado. Me siento presa en mi propia casa; los sistemas de alarmas y tanto hierro forjado cubriendo las aberturas no evitan que el miedo pase y se quede conmigo.
Han cambiado las costumbres, ya nadie sale –con la silla- a la vereda para tomar fresco y charlar con la gente que pasa; teniendo como resultado que no sabemos quiénes son nuestros vecinos, llegando al extremo de no conocer ni sus caras.
Ya no hacemos las compras en los pequeños negocios, como la panadería o el almacén, donde –mientras esperábamos que nos atiendan- podíamos encontrar caras conocidas, intercambiar saludos y hablar de algo; ahora vamos al supermercado o al centro de compras, somos simplemente uno más que pasa, la señoraquemiralavidriera, el señorquenosécómosellama.
¿Qué fue de Carlos Gómez, Roberto Chiezza, Norma Alvarez, Liliana Russo, las personas con nombre y apellido que, desde la esquina, levantaban su mano para saludarnos?, para verlos pasar y responder su amistoso gesto, deberíamos estar –despreocupados- en nuestra vereda, mirando caer las hojas de los árboles de la cuadra. Nuestras identidades quedaron atrapadas tras las rejas que nos protegen del afuera y todas sus acechanzas.
Los históricos cines de barrio se convirtieron en playas de estacionamiento o cualquier otra cosa nada cultural; fueron reemplazados por coquetas salitas –donde está permitido ver películas, comer y beber- distribuidas en lujosos “shoppings” que ofrecen estacionamiento vigilado, seguridad privada en todas las dependencias. Crean –en medio de toda la paranoia en que vivimos- algo así como una “isla segura” y, obviamente, la elegimos.
Siento que perdimos terreno, que fuimos cediéndolo y nos corrimos a la zona supuestamente segura –como los hermanos de “Casa tomada” de Cortazar-; deberíamos volver a las costumbres antiguas, ocupar los lugares que dejamos vacíos, antes de que los tomen otros.
Hoy vine al cine, al shopping por supuesto. Después de la película, me siento a tomar un café en uno de los tantos barcitos que se encuentran dentro de la “isla segura”. Este bar está en un enorme salón con grandísimos tragaluces a ambos lados; por el cristal de mi derecha se ve la playa de estacionamiento, a mi izquierda se pueden ver las casas de la manzana de enfrente, como son casas bajas y yo estoy en un tercer nivel, puedo ver las terrazas, la ropa colgada, algún perro, macetas y, en la siguiente manzana... los pabellones de la cárcel.
Me siento mal, a pesar de lo espacioso del lugar, me ahogo, estoy presa, tras las rejas, vigilada, con miedo, cediendo espacios que antes eran míos. Yo veo la cárcel, los presos ven mi prisión: el “Shopping”, este cubo sin ventanas, hasta el aire es de mentira aquí.
Han cambiado las costumbres, ya nadie sale –con la silla- a la vereda para tomar fresco y charlar con la gente que pasa; teniendo como resultado que no sabemos quiénes son nuestros vecinos, llegando al extremo de no conocer ni sus caras.
Ya no hacemos las compras en los pequeños negocios, como la panadería o el almacén, donde –mientras esperábamos que nos atiendan- podíamos encontrar caras conocidas, intercambiar saludos y hablar de algo; ahora vamos al supermercado o al centro de compras, somos simplemente uno más que pasa, la señoraquemiralavidriera, el señorquenosécómosellama.
¿Qué fue de Carlos Gómez, Roberto Chiezza, Norma Alvarez, Liliana Russo, las personas con nombre y apellido que, desde la esquina, levantaban su mano para saludarnos?, para verlos pasar y responder su amistoso gesto, deberíamos estar –despreocupados- en nuestra vereda, mirando caer las hojas de los árboles de la cuadra. Nuestras identidades quedaron atrapadas tras las rejas que nos protegen del afuera y todas sus acechanzas.
Los históricos cines de barrio se convirtieron en playas de estacionamiento o cualquier otra cosa nada cultural; fueron reemplazados por coquetas salitas –donde está permitido ver películas, comer y beber- distribuidas en lujosos “shoppings” que ofrecen estacionamiento vigilado, seguridad privada en todas las dependencias. Crean –en medio de toda la paranoia en que vivimos- algo así como una “isla segura” y, obviamente, la elegimos.
Siento que perdimos terreno, que fuimos cediéndolo y nos corrimos a la zona supuestamente segura –como los hermanos de “Casa tomada” de Cortazar-; deberíamos volver a las costumbres antiguas, ocupar los lugares que dejamos vacíos, antes de que los tomen otros.
Hoy vine al cine, al shopping por supuesto. Después de la película, me siento a tomar un café en uno de los tantos barcitos que se encuentran dentro de la “isla segura”. Este bar está en un enorme salón con grandísimos tragaluces a ambos lados; por el cristal de mi derecha se ve la playa de estacionamiento, a mi izquierda se pueden ver las casas de la manzana de enfrente, como son casas bajas y yo estoy en un tercer nivel, puedo ver las terrazas, la ropa colgada, algún perro, macetas y, en la siguiente manzana... los pabellones de la cárcel.
Me siento mal, a pesar de lo espacioso del lugar, me ahogo, estoy presa, tras las rejas, vigilada, con miedo, cediendo espacios que antes eran míos. Yo veo la cárcel, los presos ven mi prisión: el “Shopping”, este cubo sin ventanas, hasta el aire es de mentira aquí.
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